Kalipandia era un país que constaba de muchas islas. Próspero y más avanzado científicamente que sus vecinos, sus habitantes eran muy felices. El único problema parecía ser el congestionamiento, pues la población había crecido rápidamente, pero el mar fijaba límites a una posterior expansión.
Los científicos y planificadores trabajaron mucho, llegando al fin a dar con la solución: se construirían enormes pilares sobre el fondo del mar, lo suficientemente fuertes como para soportar gigantescas plataformas sobre las que se podrían edificar nuevas ciudades. En sólo unos meses los grandes recursos tecnológicos del país habían creado una silueta, tachonada de altos edificios, que comprendían colegios, escuelas, supermercados, fábricas, teatros e iglesias.
—¡Qué suerte tienen nuestros hijos! –exclamó uno de los profesores–. Ahora tenemos las mejores escuelas del mundo. Nuestros alumnos se convertirán en los científicos más avanzados.
—Ahora tenemos los mejores hospitales que existen –declaró uno de los médicos. Pronto se vencerán todas las enfermedades conocidas y nuestro pueblo seguirá siendo el más sano.
—Somos los más felices del mundo –le dijo Ted, uno de los obreros, a su patrono. Nuestro futuro está seguro, y ahora podemos dedicarnos a disfrutar de la vida a tope.
Algunas semanas después de la apertura oficial de varios edificios, Ted se encontraba descansando en playa cuando observó algo extraño. El mar parecía más alto de lo habitual, y las plataformas sobre las que se habían edificado las nuevas ciudades parecían más cerca de la superficie del agua. Temiendo que el fondo del mar pudiera hundirse, Ted corrió a informar a las autoridades. Pero uno de los ingenieros municipales rechazó terminantemente tal sugerencia.
—¡Tonterías! No tenemos absolutamente dato científico alguno que apoye esa absurda eventualidad. Nuestras ciudades han sido proyectadas por los mejores arquitectos del mundo y construidas por los mejores maestros de obras. No perdamos el tiempo, os ruego, hablando tontamente sobre el hundimiento del fondo del mar.
—Pero yo lo he visto con mis propios ojos –insistió Ted.
—Debes haber estado soñando. Haz el favor de dejarnos en paz –fueron las últimas palabras del ingeniero municipal.
Al salir del ayuntamiento, Ted decidió intentar otro procedimiento. Fue a uno de los hospitales, donde pidió a la recepcionista que pusiera en marcha algún tipo de evacuación para los pacientes. Se avisó inmediatamente a un médico. Este declaró que Ted estaba loco.
—¡Qué disparate! ¿Pero qué te ocurre? ¿Te parece que podemos trasladar a pacientes disminuidos como los nuestros sin razones mucho más poderosas que ésa?
Ted intentó entonces salvar a los niños de los colegios. Se le dijo que los colegios eran los mejores del mundo. La enorme cantidad de tiempo y de dinero empleados en ellos hacía inconcebible que pudieran hundirse alguna vez.
—Al menos –pensó Ted–, la gente ciertamente querrá salvar su dinero.
En consecuencia, intentó prevenir al personal de un banco local; pero sospecharon que intentaba crear confusión y pánico para poder cometer un robo. Llamaron a la policía, y Ted fue arrestado.
A la mañana siguiente en todo el mundo millones de personas leían los titulares de los periódicos: «¡Miles de ahogados! ¡Se hunde un país flotante!»
REFLEXIÓN: La principal enfermedad del mundo moderno es el colapso de la base misma de nuestra sociedad. Hallar remedios a tales males no sería más que una chapuza insostenible, en lugar de ello necesitamos reestructurar la sociedad desde sus mismos fundamentos, antes de que se desmorone por completo. Hay que hacer frente al reto planteado por la sociedad tecnológica, que, llevada sobre la ola de un progreso ilimitado y de la omnipotencia, se aleja hacia su propia destrucción. Necesitamos preparar (para caso de emergencia) los cimientos de un orden social nuevo, justo, equitativo y estable.