Un hombre que llevaba muchas horas de camino empezó a sentir un hambre acuciante. A la vuelta de un recodo vio a un hombre sentado junto a una canasta de frutos. El caminante, sin pensarlo dos veces, sacó una buena cantidad de monedas y le dijo al hombre:
—Te compro toda la canasta. La canasta entera por estas monedas.
El aludido aceptó y se marchó satisfecho de la venta mientras el hambriento viajero se disponía a devorar la comida.
Al rato pasó por allí otro caminante que vio cómo aquel hombre comía aquellos frutos totalmente rojo, sudando a mares y llorando sin parar.
—¿Qué haces? –le preguntó–, ¿no sabes que esos frutos deben tomarse siempre en pequeñísimas cantidades por su fortísimo picor?
—No me hables –contestó–, los compré creyendo que se trataba de dulces.
Y como seguía llevándose aquellos frutos a la boca, el otro le dijo:
—Bueno, pero ahora ya sabes que son muy picantes y no dulces. ¿Por qué sigues comiéndolos?
Y aquel hombre contestó:
—He invertido mi dinero en ellos, no los voy a tirar, así que no estoy comiendo frutos picantes, me estoy comiendo mi dinero.
- REFLEXIÓN: A lo largo de nuestra vida invertimos en muchas cosas inútiles e incluso perjudiciales, pero hay un momento en el que hay que acabar con ello. La vida es demasiado corta y no podemos seguir encadenados a aquello que nos perturba o nos roba el bienestar, por mucho que hayamos invertido en ello. Seguro que hemos consumido esfuerzos, tiempo, bienes e ilusiones en muchas necedades, pero hay que saber poner punto final a lo que nos perturba y no acarrearlo por más tiempo. Además la avaricia es un mal que puede llegar a hacernos perder la razón y la cordura; y lo peor del sentimiento de avaricia es que nos hace perder el sentido de la medida de las cosas. La codicia nunca satisface al que la padece.