Una vez había un arbolito de la familia de los frutales. Los árboles de esta familia suelen ser muy pobrecitos durante sus primeros inviernos.
Aún sin fruta para el fin del verano, el otoño los desnuda de todas sus hojas, y quedan así que parecen secos. Tan pobres que ni siquiera pueden dar sombra, ni albergar un nido. El arbolito del que hablamos era de esta familia. Sus ramas se abrían hacia el cielo como una mano sin nada dentro, en signo de esperar algo que tendría que venir de arriba. Parecía que, como no tenía nada que ofrecer, tampoco nadie le daba nada.
Algún que otro pájaro a veces detenía su vuelo, pero sólo por algunos momentos; y entonces el arbolito soñaba que entre sus dedos arrugados por el frío, tenía por fin una fruta de colores. Pero sabía bien que eso era sólo un sueño y que el pájaro abriría sus alas, se marcharía y que él quedaría de nuevo solo.
Ocurrió que una mañana alguien vino a visitarlo. Una mañana de frío, de esas en que todos los hombres buscan leña para defenderse de la intemperie.
Y el arbolito tuvo miedo. Miró con susto a su visitante que traía en su mano una podadera y un serrucho. Presintió que venía a cortarle parte de sus ramas.
Pensó que se trataba de un leñador. Él sabía, por los cuentos escuchados a otros árboles, que los leñadores son hombres con miedo del invierno. Que roban a los árboles la leña para quemarla y así defenderse de los atropellos del frío. Y tuvo miedo.
Creyó que el leñador estaba cometiendo un error. Que al verlo así, tan sin hojas, el leñador lo había tomado por un árbol seco y que pensaba sacarle todas sus ramas para hacer con ellas fuego.
Tuvo ganas de llorar. Pero no pudo y, aunque hubiera llorado, nadie habría entendido su lenguaje.
El arbolito descubrió en el visitante una mirada buena, y guardó silencio cuando sintió que cantaba. Intuyó que quien canta no puede ser malo; y por eso se entregó en silencio para escuchar mejor lo que decía el canto.
...Entonces descubrió que el visitante no era un leñador, sino un jardinero.
La copla del jardinero era una copla sencilla. De esas que se repiten tarareando, como quien rumia algo despacio para encontrarle más gusto: «No tengas miedo a la poda cuando es verde tu madera, yo no busco lo que saco, me interesa lo que queda». Y entonces el arbolito comprendió la diferencia que hay entre un leñador y un jardinero.
Al leñador le interesa lo que saca del árbol, porque es un hombre con miedo al invierno y necesita defenderse de él quemando ramas secas. Mientras que el jardinero es un hombre con fe en la primavera. Le interesa lo que deja al árbol. Por eso lo poda con cariño para entregarlo en plenitud de vida al otoño.
Al jardinero le interesan las ramas verdes porque es un hombre con fe y esperanza.
REFLEXIÓN: En ocasiones nosotros también podemos ser como el arbolito del cuento que tenía sus ramas abiertas pero no tenía hojas, igualmente nosotros podemos tener los brazos del corazón y del cuerpo abiertos pero sin nada dentro que ofrecer; aun así podemos tener la esperanza, la disponibilidad y el deseo de aceptar el fruto que pueda llegar, las ganas de recibir y dar, por lo menos, el calor de la compañía. Se puede añadir que todos vivimos en la tarea de buscar la armonía entre ser leñadores y jardineros. Somos leñadores cuando buscamos cortar, mutilar y quemar, y somos jardineros cuando lo que buscamos es cuidar, regar y ayudar a fructificar.