Una princesa inteligente y hermosa, hija única del emperador de China, vivía en la corte del más poderoso señor. Cuando le tocó casarse, de acuerdo con su padre, decidió escoger marido entre todos sus súbditos. Quería el hombre más hermoso, más valiente y más extraordinario de todo el Imperio.
Se enviaron mensajeros a todos los rincones del país. Los jóvenes que creyeran reunir las cualidades requeridas podían presentarse en palacio un día señalado.
En una lejana provincia vivía un hombre muy hábil. No era hermoso, sus rasgos duros revelaban claramente que era cruel y malvado. Era un ladrón y un asesino. Pero se le ocurrió una idea feliz.
Encargó al mejor fabricante de máscaras de China una que expresara la máxima belleza y bondad. En aquellos tiempos el arte de hacer máscaras estaba en su apogeo y el ladrón mismo quedó asombrado del resultado. En vez del rostro cruel y duro del asesino, sus rasgos eran los de un hombre a la vez dulce y noble. Expresaban poder y dignidad, fortaleza y honradez, amor y caridad. No le resultó difícil quedar seleccionado.
Al verlo, la princesa quedó impresionada. Sin dudarlo, lo escogió. Pero delicada como era, no quería obligar a nadie a ser su esposo a la fuerza. Lo llamó aparte.
Nuestro bandido enmascarado se encontró frente a un dilema. ¿Qué hacer? Decir no a la princesa era denunciarse a sí mismo y ser ejecutado. Si se casaba, sucedería lo mismo al ser descubierto. Maldijo el día en que se le ocurrió lo de la máscara. Pero una idea le vino a la mente: pedir un plazo de un año para reflexionar. A la princesa esto le agradó sobremanera.
¡Qué situación la del bandido! No podía escapar. Conocido en todas partes como el hombre más hermoso del Imperio, le tocó representar el papel de su personaje. Debía cuidar cada palabra que pronunciara, mostrarse lleno de elegancia y delicadeza, ser valiente. Aprendió la bondad y la generosidad que todos leían en su rostro. Comenzó a ser compasivo y piadoso, consolaba a los tristes... Pero veía bien claro la diferencia entre su máscara y su verdadero corazón malvado. ¡Imposible olvidar quién era en realidad! ¡Cuánta lucha y tensión, pues había que ser prudente! ¡Cuánta energía tenía que desplegar para desempeñar su papel de impostor! Su corazón se consumía de resentimiento. Cuando la gente agradecía su proceder o recibía alabanzas se sentía incómodo, pues no se le ocultaban sus íntimos sentimientos. Se horrorizaba de lo fácil que resultaba engañar a la gente.
El peor momento fue el de volver a ver a la princesa. Decidió decirle toda la verdad y asumir las consecuencias: las que fuesen. Se echó por tierra, la saludó y lloró contándole su engaño:
—Soy un bandido y me hice esa máscara tan sólo por contemplar el interior de este palacio; para ver a la princesa, famosa entre todas las mujeres del imperio. ¡Cuánto siento haber retrasado sus planes todo un año!
Se enfadó mucho la princesa, pero sintió mucha curiosidad ¿qué tipo de hombre se ocultaba bajo tal máscara? Le dijo entonces:
—Me engañaste, pero te pediré un favor y te dejaré libre. Quítate la máscara, déjame ver tu verdadero rostro y luego desaparecerás.
Temblando de miedo, el bandido se quitó la máscara. Al verlo, la princesa se enfadó y se enfureció:
—¿Por qué me has engañado? ¿Por qué llevas una máscara que reproduce exactamente tu verdadero rostro?
El impostor, confuso, negaba con la cabeza. La princesa le alcanzó un espejo. ¡Era cierto! Su rostro se había identificado con su máscara. Un año entero de lucha y sufrimiento por ser como su máscara lo había transfigurado. Había llegado a convertirse en lo que intentaba ser.
El final de la historia se parece a la de todos los cuentos. Se casaron y el bandido transformado fue el mejor y el más justo emperador de China que los siglos conocieron.
- REFLEXIÓN: Esforzarse en ser mejores cada día hace que poco a poco en nuestro interior se obre el milagro de la transformación. Si verdaderamente queremos ser mejores llegaremos realmente a serlo.