Era un mendigo que había pasado casi toda su vida pidiendo limosna, sentado en la acera de una tumultuosa calle en una ciudad.
Ya en las postrimerías de su vida, seguía alargando una y otra vez el brazo tembloroso a la espera de que alguna persona caritativa dejara una moneda en su mano.
Durante varias décadas había vivido de la caridad de los otros, mirándolos suplicante, lamentándose para atraer la atención y pena de los viandantes. Pero un atardecer, le visitó la muerte y cayó desplomado justo allí donde había mendigado durante casi toda su larga existencia.
Unos días después, excavaron en el lugar para hacer un desagüe y encontraron un cofre lleno de joyas de un incalculable valor.
El hombre había estado durante más de cincuenta años sentado sobre un fabuloso tesoro, pero, ignorante del mismo, no había dejado de mendigar ni un solo día.
- REFLEXIÓN: Buscamos la felicidad fuera de nosotros; miramos tan lejos que no podemos ver lo que hay cerca. Somos mendigos de todo lo ajeno; pordioseros de lo que habita fuera de nosotros mismos. Reclamamos que los demás nos hagan sentirnos bien, nos procuren dicha y diversión, nos afirmen y aprueben, nos produzcan paz y tranquilidad. Pero la fuente de esta dicha está dentro de nosotros, porque es ahí donde sentimos, experimentamos, vivenciamos y, en última instancia, vivimos. En el mundo exterior podemos hallar confort, diversión, encuentro y desencuentro, placer y sufrimiento, pero el tesoro de la paz interior sólo está en nosotros mismos y es nuestra responsabilidad buscarla y encontrarla.