—Jardinero –llamó la niña desde la valla del jardín– ¿por qué hay árboles que pierden su vestido de hojas en invierno, mientras otros se cubren del frío con las mismas hojas del verano?
—¿Por qué te lavas la cara cada mañana en el manantial? ¿Por qué arreglas tu lazo ante el espejo cada día cuando el sol se asoma por tu ventana?
El jardinero guardó silencio mientras la niña le observaba con una mirada inocente de extrañeza.
—El agua con la que lavas tu cara por las mañanas es diferente cada día –continuó el jardinero–. Y el lazo con el que adornas tus cabellos es el mismo cada día.
—No entiendo, señor.
El jardinero se acercó a la valla y, señalando los árboles del jardín, le dijo a la niña:
—No existe árbol que no pierda sus hojas. Unos desnudan sus ramas bostezando cada otoño, y otros dejan caer sus hojas poco a poco a lo largo del año, mientras hacen salir hojas nuevas que ocupan el lugar de las anteriores. Por eso a ti te parece que no cambian su ropaje verde.
—¿Y no sería más fácil tener siempre las mismas hojas, sin tener que hacer el esfuerzo de cambiarlas cada vez? –preguntó la niña mientras miraba un roble cercano.
—¿Acaso no te hace tu madre vestidos nuevos cada primavera para que estés más hermosa y puedas dejar de ponerte los viejos?
—Sí –respondió la niña mirándole a los ojos.
—Y cuando un vestido se te queda viejo, ¿qué hace tu madre con él?
—Lo convierte en trapos o en retales, para hacer colchas para mi cama.
—Pues, mira bien. Con las hojas viejas, los árboles hacen una colcha de retales a su alrededor, alimentando el suelo del que luego tomarán su sustento, y dando vida a otras plantas y animales.
Un gesto de alegre asombro se dibujó en la cara de la niña.
—¡Cuánto saben los árboles, jardinero!
Un estremecimiento recorrió la espalda del hombre, al contemplar los ojos inocentes de la niña.
—Sé, pues, sabia como los árboles, y cuando la vida te pida que dejes caer las viejas hojas de tu mente y de tu corazón, no dudes en hacerlo, para que tu alma pueda disponer de un vestido nuevo cada primavera.
- REFLEXIÓN: Debemos aprender a ser como los árboles; ser sabios es saber desprendernos de aquellas ideas o prejuicios que nos perjudican a nosotros mismos y a los demás y no nos dejan renovarnos y evolucionar.