Había una vez un rey que habiendo alcanzado un notable nivel de prosperidad y abundancia en los confines de reino, se sentía triste y desdichado. Su mayor deseo era el de encontrar a tan sólo un hombre sobre la Tierra que afirmara ser verdaderamente feliz. Una vez que lo hubiera encontrado pensaba pedirle su camisa para vestirse con ella. Albergaba la primitiva creencia de que vestido con la misma prenda del hombre feliz, de alguna forma experimentaría también su misma felicidad.
Lo primero que decidió fue llamar a todos los representantes de las escuelas y de las religiones del reino a fin de formularles una pregunta clave: ¿Es usted verdaderamente feliz? En caso de que alguno de ellos afirmase tal supuesto, el rey estaba dispuesto a entregar lo que fuese y vestir su camisa.
Uno a uno fue entrevistado personalmente por el monarca que, tras meses de trabajo, comprobó desanimado cómo ninguno de aquellos personajes se consideraba verdaderamente feliz.
El rey y su servidumbre viajaron entonces por todo el país, preguntando a infinidad de hombres y mujeres si conocían a alguien que se considerase feliz. Mucho camino recorrieron sin encontrar a nadie que afirmase tal posibilidad, hasta que, triste y desalentado, pensando que no había felicidad plena en ninguna parte, el rey ordenó el regreso a palacio.
Fue entonces cuando un anciano súbdito le relató que había oído hablar de una persona feliz que vivía próxima a los grandes bosques. El rey abrió sus ojos y pleno de esperanza envió a sus más fieles emisarios, colmados de oro y alhajas, en busca de aquel hombre tan raro, con el fin de conseguir y traer de vuelta su camisa a cambio de lo que pidiese.
Después de algunos días de viaje, los enviados encontraron por fin a este hombre que, según se decía, irradiaba paz y alegría. Tras saludarlo ceremoniosamente en nombre del rey, le preguntaron si se consideraba una persona verdaderamente feliz.
Aquel ser contestó:
—Yo soy el hombre más feliz del mundo.
Todos los presentes pudieron comprobar cómo su rostro, en verdad, reflejaba una intensa paz y sus ojos irradiaban una gran luz.
Así pues, le presentaron los cofres cargados de oro y alhajas, diciendo:
—Todo este incalculable tesoro te lo ofrece nuestro rey si tú le regalas tu camisa.
El hombre, mirándolos con estupor y sorpresa, les dijo:
—Muy gustoso te daría mi camisa, pero ya hace tiempo que no tengo.
La noticia de que el único hombre feliz que encontraron los mensajeros no tenía camisa dio al marajá motivo para reflexionar. Durante tres días y tres noches permaneció solitario. Y al cuarto día, hizo repartir entre el pueblo gran parte de sus riquezas... Y cuenta la leyenda que a partir de ese día se sintió de nuevo sano y feliz.
- REFLEXIÓN: La escasez no viene por la disminución de las riquezas, sino por la multiplicación de los deseos y necesidades. Debemos aprender a «soltar» para evitar el ansia y el desasosiego. Para ser felices debemos desprendernos de las cosas materiales. Sólo llegaremos a rozar la felicidad si somos capaces de no atarnos a las cosas y bienes de este mundo.