26 de diciembre de 2014

LAS CAMPANAS DEL TEMPLO

El templo había estado sobre una isla, dos millas mar adentro. Tenía un millar de campanas. Grandes y pequeñas campanas, labradas por los mejores artesanos del mundo. Cuando soplaba el viento o arreciaba la tormenta, todas las campanas del templo repicaban al unísono, produciendo una sinfonía que arrebataba a cuantos la escuchaban.
Pero, al cabo de los siglos, la isla se había hundido en el mar y, con ella, el templo y sus campanas. Una antigua tradición afirmaba que las campanas seguían repicando sin cesar y que cualquiera que escuchara atentamente podría oírlas. Movido por esta tradición, un joven recorrió miles de millas, decidido a escuchar aquellas campanas. Estuvo sentado durante días en la orilla, frente al lugar en el que en otro tiempo se había alzado el templo, y escuchó, y escuchó con toda atención. Pero lo único que oía era el ruido de las olas al romper contra la orilla. Hizo todos los esfuerzos posibles por alejar de sí el ruido de las olas, al objeto de poder oír las campanas. Pero todo fue en vano; el ruido del mar parecía inundar el universo.
Persistió en su empeño durante semanas. Cuando le invadió el desaliento, tuvo ocasión de escuchar a los sabios de la aldea, que hablaban con unción de la leyenda de las campanas del templo y de quienes las habían oído y certificaban lo fundado de la leyenda. Su corazón ardía en llamas al escuchar aquellas palabras... para retornar al desaliento cuando, tras nuevas semanas de esfuerzo, no obtuvo ningún resultado.
Por fin decidió desistir de su intento. Tal vez él no estaba destinado a ser uno de aquellos seres afortunados a quienes les era dado oír las campanas. O tal vez no fuera cierta la leyenda. Regresaría a su casa y reconocería su fracaso.
Era su último día en el lugar y decidió acudir una última vez a su observatorio, para decir adiós al mar, al cielo, al viento y a los cocoteros. Se tendió en la arena, contemplando el cielo y escuchando el sonido del mar. Aquel día no opuso resistencia a dicho sonido, sino que, por el contrario, se entregó a él y descubrió que el bramido de las olas era un sonido realmente dulce y agradable. Pronto quedó absorto en aquel sonido que apenas era consciente de sí mismo. Tan profundo era el silencio que producía en su corazón...
¡Y en medio de aquel silencio lo oyó! El tañido de una campanilla, seguido por el de otra, y otra, y otra... Y en seguida todas y cada una de las mil campanas del templo repicaban en una gloriosa armonía, y su corazón se vio transportado de asombro y de alegría.
 
  • REFLEXIÓN: Si deseas escuchar las campanas del templo, escucha el sonido del mar. Si deseas ver a Dios, mira atentamente la creación. No la rechaces; no reflexiones sobre ella. Simplemente, mírala... siéntela... disfrútala.

10 de diciembre de 2014

UN POBRE EN EL JARDÍN

Un amigo mío formaba hace años parte de una pequeña y ardiente comunidad cristiana. Un día a la semana se reunían para hablar de Cristo, de la fe, de cómo difundir su mensaje. Y como todos eran gente con sus jornadas de ocho horas, se reunían de noche, con cena frugal a la que seguía una conversación que a veces se prolongaba hasta las dos, hasta las tres de la mañana. Mi amigo salía de allí con el alma ardiendo, con olor a Evangelio, dispuesto a entregar lo mejor de su vida por él. Hasta que...
Era una noche de invierno, heladora y cortante. Mi amigo, tras la charla con su comunidad, llegó a su casa cerca ya de las tres de la mañana. Y, al bajarse del coche, vio que enfrente de su portal, en el jardín frontero, sobre un banco de hierro, dormía un cuerpo arrebujado, mal cubierto con algunos periódicos.
Algo ocurrió en el alma de mi amigo: con una noche así, un hombre sobre un banco, sin otra protección que un viejo abrigo y unas hojas de papel, podía muy bien morirse de congelación. ¿Podría dejarle al desamparo? Dentro de sí oyó gritar una voz que le explicaba que eso sería un crimen. Pero pronto otra voz que le recordó que no podía meter en su casa a un completo desconocido. ¿Y si era un ladrón? ¿Y qué dirían su mujer y sus hijos si a las tres de la mañana les despertaba para acomodar en casa a aquel hombre andrajoso?
Cuando mi amigo metió el llavín en la cerradura de su casa se gritó mil veces a sí mismo que era un cobarde. Pero el egoísmo fue más fuerte que él. Y, ya en su piso, evitó asomarse al balcón para impedir que su conciencia multiplicara los martillazos con que estaba asediándole.
Ya en la cama le pareció que las mantas eran, a la vez, más calientes y congeladoras. Se sentía habitando a la vez en el infierno de su egoísmo y en el cuerpo congelado del mendigo. Y tardó varias horas en dormirse porque la figura del hombre acurrucado en el banco le parecía clavada en su imaginación.
A la mañana, al despertar, se acercó con pánico a la ventana: estaba seguro que aún vería en el banco aquel cuerpo, quizá ya muerto, que él había abandonado. No estaba. Y no supo si sentía ganas de reír o de llorar.
A lo largo de la semana siguiente vivió en la vergüenza. Se miraba en el espejo y sentía asco de sí mismo. No se atrevía a ir a la Iglesia y comulgar. Sentía unos infinitos deseos de que llegara el viernes para confesarse ante Dios y sus compañeros de aquel pecado que, conforme pasaban los días, crecía en su conciencia.
Cuando el viernes llegó y contó, casi con lágrimas, su cobardía, percibió con asombro que la historia no impresionaba mucho a sus compañeros. Y no era que lo disculpasen, aceptando que todo hombre hace mil disparates al día; era que, además, encontraban teorías para rebajar su gravedad. Alguien explicó que la batalla urgente no era tanto ayudar a los individuos como cambiar la sociedad. Otro explicó que la caridad sólo era auténtica cuando se convertía en justicia. Un tercero comentó que la limosna denigra tanto al que la recibe como al que la da. Alguien añadió que dar cama por una noche a un vagabundo no iba a resolver sus problemas. Y no faltó quien dijo que “gente así ya está acostumbrada a dormir en un banco de la calle”.
Mi amigo salió aquel día más congelado que nunca de la reunión. Y decidió no volver más a aquella comunidad. No quiso juzgarles, ni menos condenarles. Pero entendió que algo no funcionaba en todo aquello.
 
  • REFLEXIÓN: Cuántas veces por nuestra cobardía no hemos sabido defender una injusticia. Tratamos de adormilar nuestra conciencia para que nos deje vivir en paz y sin molestarnos demasiado. Y lo peor es que a veces no sólo somos nosotros, es la sociedad entera la que trata de justificar su actitud pasiva ante la injusticia.