30 de octubre de 2012

EL VERDADERO VALOR DEL ANILLO

Ésta es una vieja historia de un joven que acudió a un sabio en busca de ayuda.
—Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo ganas de hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?
El maestro, sin mirarlo, le dijo:
—Cuánto lo siento, muchacho. No puedo ayudarte, ya que debo resolver primero mi propio problema. Quizá después... –Y, haciendo una pausa, agregó–: Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.
—E... encantado, maestro –titubeó le joven, sintiendo, que de nuevo era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
—Bien –continuó el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda y, dándoselo al muchacho, añadió–: Toma el caballo que está ahí fuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, y no aceptes menos de una moneda de oro. Vete y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó al mercado, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes, que lo miraban con algo de interés hasta que el joven decía lo que pedía por él.
Cuando el muchacho mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le giraban la cara y tan sólo un anciano fue lo bastante amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era demasiado valiosa para entregarla a cambio de un anillo. Con afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un recipiente de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta.
Después de ofrecer la joya a todas las personas que se cruzaron con él en el mercado, que fueron más de cien, y abatido por su fracaso, montó en su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener una moneda de oro para entregársela al maestro y liberarlo de su preocupación, para poder recibir al fin su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
—Maestro –dijo–, lo siento. No es posible conseguir lo que me pides. Quizás hubiera podido conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
—Eso que has dicho es muy importante, joven amigo –contestó sonriente el maestro–Debemos conocer primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar tu caballo y ve a ver al joyero. ¿Quién mejor que él puede saberlo? Dile que desearías vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca: no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo al chico:
—Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya mismo, no puedo darle más de cincuenta y ocho monedas de oro por su anillo.
—¿Cincuenta y ocho monedas? –exclamó el joven.
—Sí –replicó el joyero–. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de setenta monedas, pero si la venta es urgente...
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
—Siéntate –dijo el maestro después de escucharlo–. Tú eres como ese anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte un verdadero experto. ¿Por qué vas por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y, diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo meñique de su mano izquierda.
 
  • REFLEXIÓN: Todos necesitamos ser reconocidos y valorados por los demás. Todos necesitamos el respeto y la estima de los demás para poder construir nuestra propia autoestima. Además para el que sabe ver, el ser humano no tiene precio, su valor es realmente incalculable. Si realmente somos afectuosos, tolerantes, y menos egoístas e intransigentes podremos aprender a valorar a las personas en su justa dimensión, con autenticidad, sin menosprecios y engaños.

10 de octubre de 2012

INICIANDO OTRO VIAJE

Un conocido viajero volvió de un largo recorrido, y como venía sucediendo cada vez que regresaba, muchas personas vinieron para escuchar la narración de sus andanzas por otras tierras. Sabedor de esta circunstancia, el viajero tenía ya preparado su discurso, tan preparado que se lo sabía de memoria. Iba a contar lo de siempre (“yo he hecho...”, “yo he ido...”) para conseguir el mismo resultado de siempre. Sin embargo, esta vez vio que sus palabras no generaban el entusiasmo de otras ocasiones: algunos de los presentes daban muestras de aburrimiento, otros le miraban con ojos vacíos...
El viajero aumentó el tono de la voz pensando que así conseguiría un mayor interés, pero lo único que consiguió fue sobresaltar a los que dormitaban. Alguien osó levantarse y salir. Esto desconcertó al viajero: nunca antes alguien había salido sin esperar el final de su narración. Aumentó aún más el tono de su voz, pero el ejemplo del primero en levantarse fue seguido por otro, y otra, y otros más... Casi a gritos el viajero continuó el discurso que tenía aprendido de memoria y que, costase lo que costase, tenía que terminar. Cuando llegó al final, agotado por el esfuerzo, sólo quedaban dos personas junto a él.
—¿Cuál ha sido tu viaje interior? –preguntó la primera.
—¿Cómo eran las personas que has encontrado? ¿Has participado de sus vidas? ¿Cuáles eran sus sueños? –preguntó la segunda.
El viajero no sabía qué responder, estas preguntas quedaban muy lejos de sus preocupaciones cuando emprendía un viaje y quedaban también muy lejos de lo que él contaba a la vuelta.
Pero gracias a ellas descubrió la razón de su fracaso: en su viaje se había limitado a recorrer kilómetros con mirada distraída y sin interés por conocer la vida de los que allí moraban porque creía saberlo todo... Además, sus vecinos habían cambiado y no eran los mismos, ahora eran mucho más mestizos culturalmente, y en mentalidad: buscaban la experiencia vital, la hondura del encuentro humano...
Y se dio cuenta de que los ojos de mirada vacía que había observado reflejaban su interior.
 
  • REFLEXIÓN: El viajero aburrió a todos los presentes porque realmente no tenía nada importante que contar. Lo verdaderamente importante es lo que tú vivas interiormente y la relación con los que se van cruzando en nuestras vidas. La vida en sí misma es un viaje, y de nosotros depende el creer que ya lo sabemos todo, o bien dejarnos sorprender por las cosas y las personas que vamos descubriendo en el camino.