Nací en la copa de un árbol robusto que había crecido en un suelo arenoso a lo largo de la franja de la costa. Desde mi atalaya disfrutaba de una vista fantástica de cuanto me rodeaba.
Era muy feliz y me sentía orgulloso de ser un coco. Creía que mi padre era maravilloso, hasta que un día oí que varios transeúntes le maldecían a él y a toda la familia. Si no recuerdo mal, uno de ellos dijo:
«¡Qué calor hace hoy! ¡Si al menos este maldito cocotero nos diera sombra! Odio los cocoteros. Tan rugosos, tan feos y deformes. Sin hojas, ni flores, ni siquiera aroma».
Esto me hizo sentir tan desgraciado que algo cambió dentro de mí. ¿Cómo es que no lo había visto antes? Realmente era feo, casi deforme. Me sentía avergonzado, y decidí que no dejaría jamás que nadie viera mi fealdad interior...
Comencé a construir a mi alrededor una capa muy densa, dura y peluda para proteger mi interior de las miradas. Después de todo, evidentemente, no había nada bueno dentro de mí. Si alguien me hubiera visto por dentro, me despreciaría y rechazaría aún más. Por eso tejí a mi alrededor una capa áspera, peluda, de color pardo, desagradable al tacto, para que nadie se atreviera a tocarme. Odiaba que me tocaran o acariciaran.
Al cabo de unas semanas, que pasé deprimido meditando sobre mi desgracia y sin apenas hablar con mis hermanos y hermanas, me vi de repente sorprendido por un impetuoso temporal. Todos éramos sacudidos violentamente y, aterrado, me agarré a mi padre, temiendo ser arrancado del árbol.
Pero fue todo inútil. Perdí el control y sentí que era arrojado con fuerza hacia abajo, cayendo en el oscuro vacío. Me encontré aturdido en el suelo, magullado y dolorido por el golpe. Solo y temblando de miedo, pensé que lo único que me quedaba era esperar la muerte. Estaba claro, había sonado mi hora... cuando un grupo de aquellos curiosos y odiosos transeúntes se acercó a mí. Mas ¡qué sorpresa grata fue para mí oír que uno de ellos decía!:
«¡Mira que coco tan bonito! Realmente es una suerte haberlo encontrado».
Sin apenas dar crédito a lo que oía, sentí que me levantaban y agitaban junto al oído de un joven. Su nariz comenzó a olerme y sus labios murmuraban, dirigiéndose directamente a mí:
«¡Qué coco tan fresco, dulce y sabroso debes ser! Me alegro de veras de haberte encontrado».
¿Cómo? ¿Yo fresco y dulce? Tenía que haber algún error. Ciertamente, yo no era más que algo estúpido, deforme, feo e insípido, que se contentaba con que le dejaran en paz.
El muchacho comenzó a quitar con mucho cuidado los pelos ásperos y pardos que había hecho crecer a mi alrededor para protegerme. Lo hizo con gran delicadeza, como si deseara no hacerme daño. Por primera vez en muchos meses volví a sentirme feliz de nuevo, sin darme cuenta que el muchacho cogía una piedra grande y comenzaba a golpearme con fuerza. Con mayor rapidez y energía cada vez, no dejaba de darme golpes. Gritando de dolor, quería preguntarle qué buscaba y pedirle que parara. Yo creía que debería saber que dentro de mí no había más que fealdad. ¿Qué esperaría encontrar debajo de mi dura corteza?
Unos segundos más tarde se escuchó un fuerte chasquido y sentí que me partían en dos. De mis heridas comenzó a rezumar un jugo, y con gran sorpresa mía, el chico y sus amigos intentaron beberlo. Por sus gestos de satisfacción podía decir que estaban disfrutando. Ellos comentaban lo dulce y fresco que yo estaba.
Mi mayor sorpresa fue cuando, después de separar partes de mi corteza, arrancaron algo de mi interior. ¡Era blanquísimo! Mi interior era hermoso y ellos, se veía, estaban disfrutando comiendo.
«¡La gente me quiere!», exclamé. «No soy feo ni inútil. ¡Por favor, os lo ruego, comedme. Comedme todos! ¡Qué satisfacción proporcionar placer a personas que han hecho que al fin creyera en mí mismo!».
- REFLEXIÓN: A veces pensamos que dentro de nosotros no hay nada bueno, nada que pueda interesar o gustar a alguien, por eso nos hacemos una coraza para protegernos de los comentarios y críticas de los demás. Pero entonces suele surgir alguien que empieza a valorarnos por lo que realmente somos y empieza a descubrir las cosas buenas que quizá sin saberlo llevamos dentro. Es entonces cuando surge el milagro y empezamos a creer en nosotros mismos y en nuestras posibilidades.