29 de febrero de 2012

UN HOMBRE, SU CABALLO Y SU PERRO

Un hombre es atrapado por una terrible tormenta de viento y lluvia mientras atraviesa el desierto. Ciego de rumbo y luchando contra la arena que le lastima la cara, avanza con gran dificultad tirando de las riendas de su caballo y controlando de vez en cuando a su perro. De pronto, el cielo ruge y un rayo cae sobre los tres matándolos instantáneamente. La muerte ha sido tan rápida y tan inesperada que ninguno de ellos se da cuenta, y siguen avanzando, ahora por otros desiertos, sin notar la diferencia.
En el cielo la tormenta se disipa y rápidamente un sol abrasador empieza a calentar la arena, haciendo sentir a los caminantes la urgencia de reposo y agua. Pasan las horas; nunca anochece. El sol parece eterno y la sed se vuelve desesperante.
De pronto el hombre ve, delante, un pozo de agua, palmeras, sombra, y los tres corren hacia allí. Al llegar, descubren que el lugar está cercado y que un guardia cuida la entrada debajo del portal que dice: «PARAÍSO».
El viajero pide permiso para pasar a beber y descansar, y el guardia contesta:
—Tú puedes pasar, desconocido, pero tu caballo y tu perro deben quedar afuera.
—Pero ellos también tienen sed y además vienen conmigo –dice el hombre.
—Te entiendo –contesta el guardia–, pero éste es el paraíso de los hombres, y aquí no pueden entrar animales. Lo siento.
El hombre mira el agua... y la sombra. Está agotado y sin embargo...
—No, no. Así no entraré –dice.
Toma las riendas de su caballo, silba a su perro y sigue andando.
Unas horas, unos días o unas semanas más tarde, el grupo encuentra un nuevo oasis. Al igual que el otro, está rodeado de una cerca, al igual que aquel está custodiado por un guardia. Hay un cartel en el que igualmente pone: «PARAÍSO».
—Por favor –dice el hombre–, necesitamos agua y descanso.
—Claro, adelante –dice el guardia.
—Es que yo no entraré sin mi caballo y sin mi perro –advierte el hombre.
—Claro. A quién se le ocurre. Todos los que llegan aquí son bienvenidos –contesta el guardia.
El hombre se lo agradece y los tres corren a hundir su cara en el agua fresca.
—Pasamos por otro «Paraíso» antes de llegar aquí –dice el viajero, después de un rato–, pero no me dejaron entrar con ellos...
—Ah, sí... –dice el guardia–. Ese lugar es el Infierno.
—Pero qué barbaridad –se queja el hombre–, ustedes deberían hacer algo para sacarlos del camino al Paraíso porque esa información falsa debe causar grandes confusiones.
—No, de ninguna manera —respondió el hombre vestido de blanco—. En realidad ellos nos hacen un gran favor, porque allí quedan aquellos que son capaces de abandonar a sus mejores amigos.
 
  • REFLEXIÓN: La generosidad es un don muy preciado, y sólo el amigo verdadero, el que no olvida en ningún momento a sus amigos, el que está pendiente de las necesidades de los demás, el que no abandona cuando surgen las dificultades, sólo ese será recompensado con el afecto y el reconocimiento de los demás. Nadie llega muy lejos sin el amor de otros. Nadie llega a ningún lado olvidándose de los que ama.

10 de febrero de 2012

UNA OSTRA LLAMADA MARINA

Era una ostra marina, no un caracol. Su nombre era Marina. Era un bicho de profundidad y, como todas las de su raza, había buscado la roca del fondo para agarrarse firmemente a ella.
Una vez que lo consiguió, creyó haber dado con el destino claro que le permitiría vivir sin contratiempos su ser de ostra.
Pero la vida había puesto su mirada en ella y en todo lo que sucedería en su vida. Y Dios había decidido en su misterioso plan que Marina fuera valiosa. Ella simplemente había deseado siempre ser feliz. Y un día Dios permitió que entrara en la vida de Marina un granito de arena. Literalmente “un granito de arena”. Fue durante una tormenta de profundidad. De ésas que casi no provocan oleaje de superficie, pero que remueven el fondo de los océanos. Cuando el granito de arena entró en su existencia, Marina se cerró violentamente. Así lo hacía siempre que algo entraba en su vida, porque es la manera de alimentarse que tienen las ostras. Todo lo que entra en su vida es atrapado, desintegrado y asimilado. Si esto no es posible, se expulsa hacia el exterior el objeto extraño.
Pero con el granito de arena, la ostra Marina no pudo hacer lo de siempre. Bien pronto constató que aquello era sumamente doloroso, la hería por dentro. Lejos de desintegrarse más bien la lastimaba a ella.
Quiso entonces expulsar ese cuerpo extraño, pero no pudo...
Ahí comenzó el drama de Marina. Lo que Dios había permitido pertenecía a aquellas realidades que no se dejan integrar, y que tampoco se pueden suprimir. El granito de arena era indigerible e inexpulsable. Y cuando trató de olvidar o ignorar, tampoco pudo.
Frente a esta situación se hubiera pensado que a Marina no le quedaba más que un camino: “luchar contra su dolor, rodeándolo con el pus de su amargura, generando un tumor que terminaría por explotarle envenenando su vida y la de todos los que la rodeaban”.
Pero en su vida había una hermosa cualidad. Era capaz de producir sustancias sólidas. Normalmente las ostras dedican esta cualidad a su tarea de fabricarse un caparazón defensivo, rugoso por fuera y suave por dentro. Pero también pueden dedicarlo a la construcción de una perla. Y eso fue lo que realizó Marina. Poco a poco, y con lo mejor de sí misma, fue rodeando el granito de arena del dolor que Dios le había enviado, y a su alrededor comenzó a gestarse una hermosa perla...
Me han comentado que normalmente las ostras no tienen perlas. Que éstas son producidas sólo por aquellas que se deciden a rodear, con lo mejor de sí mismas, el dolor de un cuerpo extraño que las ha herido.
Muchos años después de la muerte de Marina, unos buzos bajaron hasta el fondo del mar. Cuando la sacaron a la superficie, se encontró en ella la hermosa perla de su vida. Al verla brillar con todos los colores del cielo y del mar, nadie se preguntó si Marina había sido feliz, simplemente supieron que Marina había sido valiosa.
 
  • REFLEXIÓN: Todos llevamos en nuestros interior una perla, algo bueno y precioso, pero debemos poner esfuerzo, constancia y esperanza para poder cultivarla, y además aprender a soportar el dolor cuando llega. La perla que hay en nosotros sólo crecerá si estamos dispuestos a rodearla con lo mejor de nosotros mismos.