27 de enero de 2012

EL LIRIO Y EL PÁJARO

Había una vez un lirio que crecía sano en un lugar apartado, junto a un arroyo. El lirio vestido hermosamente vivía despreocupado y alegre durante todo el día. El tiempo pasaba felizmente sin que él siquiera se diera cuenta. Y sucedió un buen día que un pajarillo fue a visitar al lirio, y habló con él de tonterías y cantó alguna cancioncilla. El pájaro volvió al día siguiente, y al otro, y al siguiente... Después de una semana, de pronto se ausentó unos cuantos días, hasta que al fin otra vez regresó diariamente. Esto le pareció al litio extraño e incomprensible; pero sobre todo le pareció caprichoso. Pero lo que suele acontecer con frecuencia también le aconteció al lirio: a medida que se alternaban sus visitas con sus ausencias se iba enamorando más y más del pájaro, quizá justamente porque el lirio nunca había conocido a nadie tan caprichoso.
Aquel pajarillo no era un buen pájaro, de buena familia o de buen corazón. En vez de alegrarse por su belleza y regocijarse a su lado con su frescura e inocencia, trataba casi todo el tiempo de darse importancia, utilizando para ello su libertad y haciendo sentir al lirio lo atado que estaba al suelo.
El pajarillo era además un charlatán y narraba al tuntún cosas y más cosas, verdaderas y falsas; contaba cómo en otras tierras había otros muchos lirios maravillosos, junto a los cuales se gozaba de una paz y una alegría, un aroma, un colorido y un canto de pájaros indescriptibles.
El pájaro daba fin a cada historia con alguna variación de la siguiente frase: «Comparado con ellos pareces un don nadie. Eres tan insignificante que no sé con qué derecho te llamas a ti mismo un lirio».
Cuanto más escuchaba al pájaro, mayor era la preocupación del lirio. No podía dormir tranquilo ni despertarse alegre. Se pasaba el día entero pensando que era un desgraciado, que estaba encarcelado y atado al suelo, que no era justo.
El murmullo del agua, que siempre lo había acompañado, se le antojó aburrido y los días se le hicieron cada vez más largos.
Y empezó a hablar consigo mismo:
—Es muy fastidioso esto de tener que oír eternamente un día tras otro lo mismo... Es algo inaguantable. Y encima parecer tan poca cosa como yo... Ser tan insignificante como el pajarillo dice que soy... ¡Ay! ¿Por qué no me tocó existir en otra tierra, en otras circunstancias? ¿Por qué no habré nacido yo en aquella tierra lejana? Yo no aspiro a lo imposible, a convertirme en algo distinto de lo que soy, por ejemplo en un pájaro; mi deseo es simplemente llegar a ser un lirio maravilloso, a lo sumo el más maravilloso de todos.
Mientras tanto, el pajarillo iba y venía, y en cada visita y cada despedida hacía crecer la inquietud del lirio.
Por fin, un día, la flor se confió completamente al pájaro y le contó sus deseos. Le pidió ayuda para cambiar.
Por la mañana temprano vino el pajarillo; con su pico echaba a un lado la tierra que rodeaba la raíz del lirio para que éste pudiera quedar libre. Terminada la tarea, el pájaro se irguió vanidoso, guiñó un ojo al lirio, sacó pecho y, tomando al lirio, lo levantó en el aire y lo partió.
El pájaro había jurado llevar al lirio allá donde florecían los otros lirios maravillosos; después lo ayudaría a quedarse plantado allí y, gracias al cambio de lugar y al nuevo entorno, sería el pájaro el primer testigo de la transformación.
¡Pobre lirio, se marchitó por el camino!
Si el preocupado lirio se hubiera contentado con ser lirio donde nació, no habría llegado a preocuparse; y sin preocupaciones podría haber permanecido en su lugar, y hubiese sido precisamente ese lirio el mejor lirio que él pudiera llegar a ser.
 
  • REFLEXIÓN: A veces nosotros actuamos como el lirio de la historia, sucumbiendo a las sugestiones de los demás y con la necesidad de vivir de comparaciones. El lirio se compara porque mira hacia fuera para saber quién es, cómo debe ser y cuál es su verdadero valor. En realidad la felicidad se encuentra si conseguimos mirar hacia dentro de nosotros. Eres feliz si te limitas a ser lo que en realidad eres, si aceptas tu condición y vives feliz allá donde te encuentres... porque "donde Dios nos sembró, es preciso saber florecer".

12 de enero de 2012

EL ELEFANTE ENCADENADO

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante, que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces? ¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre, o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: «Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan, entonces?».
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
«El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño».
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, ¡cree que no puede!. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo. Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza otra vez...
 
  • REFLEXIÓN: Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas invisibles que nos restan libertad. Vivimos pensando que "no podemos" hacer montones de cosas, simplemente porque una vez lo intentamos y no lo conseguimos, o alguien nos dijo que no podríamos. La única manera de saber si podemos conseguir algo es intentarlo de nuevo poniendo en el intento todo nuestro corazón.

5 de enero de 2012

LA LEYENDA DEL PUERCOESPÍN

Durante la Edad de Hielo muchos animales murieron a causa del frío. Los puercoespín, dándose cuenta de la situación, decidieron unirse en grupos. De esa manera se abrigarían y protegerían entre sí, pero las espinas de cada uno herían a los compañeros más cercanos, los que justo ofrecían más calor. Por lo cual decidieron alejarse unos de otros y empezaron a morir congelados. Así que tuvieron que hacer una elección: o aceptaban las espinas de sus compañeros o desaparecerían de la Tierra.
Con sabiduría decidieron volver a estar juntos. De esa forma aprendieron a convivir con las pequeñas heridas que la relación con los más cercanos puede ocasionar, ya que lo más importante es el calor del otro. De esa forma pudieron sobrevivir.

  • REFLEXIÓN: La mejor relación no es aquella que une a personas perfectas, sino aquella en que cada individuo aprende a vivir con los defectos de los demás y a admirar sus cualidades.